domingo, 10 de julio de 2011

Peso y paso del tiempo.


Peso y paso del tiempo. (Reloj construído por Fernando de Tapia. Ayuntamiento de Alcalá la Real, Plaza Arcipreste de Hita).

En Alcalá la Real la cultura es un placer percibido a través de los cinco sentidos; la vista se diluye en el aire circulando como una brisa por las murallas del Castillo de la Mota, rememorando su historia, viviendo el día a día de sus gentes, de personas de otros tiempos que como nosotros podían oler las esencias de la canela y otras especias, que degustaban dulces vinos y dátiles, hummus y cuscús, que entre murallas y bajo la bóveda de estrellas hablaban de sus sueños, inquietudes y sentimientos. Ahora suena la música del violonchelo abrazando el canto de una doncella, me dejo llevar por las notas hasta que el silencio me hace despertar.


     El paseo por las calles de Alcalá la Real te hacen girar constantemente la cabeza de un lado a otro, para contemplar sus fachadas, para detenerte en los pequeños y grandes detalles, el guía, profesor entrañable, hace que te sumerjas en las vidas de gentes que siglos atrás pasearon por este dédalo de calles empedradas, aún puede oírse el sonido de los carruajes por calles transversales, las miradas de alcalaínos de ataño mirando por la rendija de sus portalones, asomados a sus enrejados ventanales. En la Plaza del Arcipreste de Hita, puede saborearse un desayuno a base de aceite de oliva de la tierra mientras se obserba el reloj del ayuntamiento construído por Fernando de Tapia y reflexionar sobre el tiempo, sobre el conocimiento.


     El tiempo por sí solo no es nada, es algo suspendido en el vacío, es un engranaje de sucesos, es la arena tras el cristal, es un ir hacia delante y hacia atrás, es el velo que enturbia el pensamiento, es la corriente de agua clara que habla de lo que vendrá. Es la palabra el único elemento capaz de desafiar al verdugo del tiempo, yo persigo esos símbolos, enlazados, no encadenados, que me cuentan lo que quieren pero también lo que callan, que me dicen lo que quiero y no quiero escuchar, yo voy allí donde hay palabras, palabras que no sólo dicen y cuentan sino que sienten a aquél que las quiso apresar, interpretar, moldear, pero nunca replicar.


     Me dirijo al Palacio Abacial, lugar donde van a desarrollarse las ponencias, un lujo barroco para el estudiante, en el patio sus doce columnas toscanas me dan la bienvenida y me acuerdo de aquéllos estudiantes que en Salamanca cultivaban las humanidades, todo el saber de la época, ahora, en estos tiempos el saber se ha especializado, el conocimiento es enorme y sabemos de nuestros límites, no hay otra opción, no podemos abarcarlo todo, sentada aquí me siento como nuestro antepasado no tan remoto, Lucy, Lucy frente a la Sabana, palabras de sabios tiran de mí y hacen que dé un salto de ese único árbol, debo empezar a caminar hacia un horizonte desconocido en el que puedo encontrarme con algo familiar pero debo reordenar mis ideas, afianzarlas, construírlas, formar nuevos conceptos, categorizar, en definitiva, escuchar, comprender, aprender, placeres de verano que satisfacen tanto o más que otros cotidianos y mundanos. El pensamiento deja de balancearse complacidamente de rama a rama, acostumbrado a aterrizar sobre el tronco seguro se lanza hacia un espacio abierto dispuesto a desafiar lo ya conocido.


  




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